domingo, 2 de noviembre de 2008

Encuentro de Comienzo de Curso A y C. La Yedra 31-10 al 2-11-08











Durante este intenso y lluvioso fin de semana en La Yedra (Jaén), hemos comenzado este nuevo curso bajo el lema: "El silencio de la lucha. La fiesta de los frutos".

A propósito del tema del silencio y basado en el material que hemos trabajado en estos dias, me he permitido reproducir el artículo que apareció en la revista "Filosofia" dedicado al libro escrito por Anselm Grün: Elogio del silencio (Sal Terrae, Santander, 2003, pp. 109).
Aunque el autor del libro aquí reseñado nos dice en su introducción que “Una riada de libros sobre el silencio” muestran el deseo de tranquilidad que experimentan muchas personas en nuestra época (p. 9) en realidad son pocos los libros que tratan sobre el silencio. Los que lo hacen abordan dicho tema desde la psicología (“cara” los menos, “barata” los más) o desde lo religioso, como es el caso del presente libro. Anselm Grün es un religioso carmelita residente en la abadía de Münsterschwarzach, nacido en Baviera en 1945. Ha escrito varios libros sobre temas religiosos, que han tenido amplia difusión y han sido traducidos a varios idiomas. En ellos muestra una notable amplitud en el tratamiento de las cuestiones de espiritualidad, donde a menudo incorpora puntos de vista alternos sobre los temas tratados, ya aludiendo a la teología, a la psicología o a la filosofía, sin por ello caer en tecnicismos, ni prescindir de un tratamiento inteligente hasta lo profundo. Por eso, como lo dice una nota editorial, “es capaz de llegar hasta el corazón de la gente con palabras de una asombrosa sencillez”.

El presente libro está dividido en tres partes, con una introducción previa (“La necesidad del silencio”) y una conclusión. Cada una de las partes interpretan el silencio desde distintas perspectivas (1. El silencio como lucha contra las pasiones, 2. El silencio como desprendimiento, 3. El silencio como apertura a Dios). En cada una de ellas el autor muestra un discernimiento penetrante en el tratamiento de un tema tan elusivo como lo es el del silencio, el cual, por su índole insonora, pareciera más bien no prestarse sino a un difícil discurso, que podría ser de carácter fragmentario o aún aforístico (pues no deja de haber cierta contradicción en el hecho de hablar mucho sobre algo que precisamente se define como la ausencia de sonido o habla). Y aunque el silencio es bastante concomitante con la situación humana de soledad, ya el autor en sus primeras páginas nos dice que “el silencio no es ausencia de relaciones sino un tipo de relación” (p. 11). Ya desde el plano espiritual y la disciplina religiosa, el autor ve el silencio no sólo como algo que marca o puede marcar espontáneamente una situación, sino aún más como un trabajo, que como tal requiere esfuerzo. Reconoce que el silencio aporta un ámbito en el cual afloran cosas como una presencia más patente del yo y de sus elementos, así como otras consideraciones que trascienden al yo, y que en el caso religioso apuntan al surgimiento de una mayor y mejor conciencia del ser divino. Al final de la introducción, el autor nos dice que el silencio, como camino espiritual, consta de tres fases: el encuentro consigo mismo, el desprendimiento o liberación, y la unidad con Dios y con uno mismo. La primera fase el la más fácilmente apreciable: basta que estemos solos para que nos demos cuenta de nuestra propia presencia, para que surja la conciencia de nosotros mismos; aparentemente es un momento no muy buscado ni grato para la mayoría de las personas, que tratan de destruir cualquier afloración del yo en el silencio, a veces encadenándose horas en el teléfono, o en la lectura, o en la música o la radio o cualquier cosa que “les distraiga” y les aleje de sí mismos. Ya allí habría mucho de que hablar sobre la razón para temer el acercamiento con nosotros mismos. En cuanto a las otras dos fases, el autor las va explicando a lo largo del libro. Pero, más que una teoría de cómo se desarrolla el silencio, Grün va describiendo los modos en que éste va siendo considerado y usado en la vida para ir alcanzando fines que nos ayudan a vivir mejor.

La primera parte alude a la lucha contra las pasiones. Estas pasiones no son en sí malas, pero deben ser controladas, y en este sentido, buena parte de este segmento está dedicada al tema de reducir el habla. La necesidad natural de comunicarnos lleva a otra necesidad más desmedida: la de comunicarnos continuamente. Pero, paradójicamente, mientras más hablamos y tratamos de decir más cosas, menos comunicamos. Ya decía Alfonso X el Sabio que “El mucho fablar face envilescer las palabras”.

Hay algunos aspectos en los que discrepamos con el autor, como cuando dice que “cuando hablo de otros, no me doy cuenta de que en realidad estoy hablando de mí mismo y de mis problemas. Y, en consecuencia, ello no me lleva a un mayor conocimiento de mí mismo...” pienso que, por el contrario, inclusive cuando hablamos de los demás o de cualquier cosa, si estamos atentos, podremos captar lo mucho que, indirectamente o entre líneas, hablamos de nosotros. Y mucho podemos conocernos en ese “oírnos” a nosotros mismos. Y es que cuando uno habla de otros, no puede evitar rondar -si no la toca ya de lleno- la realidad propia; digo esto a diferencia del autor, que piensa que al hablar de otros nos apartamos de esa realidad propia. Por otro lado, parece que, en lo que plantea el autor sobre las relaciones entre el mundo mental de uno y el silencio, el hablar supone una caída o concentración en una especificidad que nos desvía de la reflexión interior y la búsqueda espiritual, si nos encontramos en ella. Para tratar las cosas del mundo, en el mundo y con las demás personas, tenemos que hablar y comunicarnos, pero eso nos quita de esa situación de atenta y concentrada receptividad que es propia de un silencio cultivado metódicamente. ¿Qué hacer entonces? ¿“romper” el silencio o “guardarlo”?

Ni lo uno ni lo otro: hay que actuar según la situación. Pues, a pesar de la afinidad del silencio con la soledad, como de hecho somos animales sociales, el silencio no es tanto una estación permanente, sino un estadío temporal del cual debemos salir para comunicarnos con los demás. Esto es válido aún para aquellos que practican votos de silencio, el cual no les impide comunicarse de tanto en tanto con sus hermanos de comunidad religiosa o aún con otros si es necesario. Hay que “salir” del silencio para poder “regresar” a él. Y como muchas cosas en la vida, se trata de irse acostumbrando al silencio, primero poco y por poco tiempo, luego más y más, hasta que ya se convierte no sólo en algo poderoso que nos energiza, sino que lo necesitamos por la alegría, fuerza y comunión que en él alcanzamos. Es curioso como en las distintas tradiciones religiosas, y aún en las distintas religiones que sólo tras la modernidad han tenido contacto entre ellas, esta disciplina del silencio, observada por los más devotos de distintas maneras, presenta notables coincidencias, muy explicables si pensamos que en todos los casos el silencio es parte de un método para alcanzar una mayor conciencia y un mayor acercamiento a los objetivos de nuestra voluntad, como el de una mayor luz espiritual y un mayor contacto con las fuentes de nuestro ser.

Grün tambien señala los efectos terapéuticos del silencio, para aliviar las tensiones, el mal humor, el temor, etc. El silencio nos ayuda a distanciarnos de esas cosas porque pone una distancia entre nosotros y el resto de las cosas, y aún entre uno consigo mismo. El autor recurre frecuentemente a los ejemplos de los monjes de la Tebaida, que fueron grandes maestros espirituales, dados a las más duras disciplinas, y famosos por su “hesiquía” (silencio de corazón y de pensamiento). Y es que, ya una vez reducida el habla, y ya una vez callados del todo, queda el habla interna del yo, que puede ser tan perturbadora o más que el habla y el sonido externo. Esta última habla es la que quizá más cuesta dominar, porque precisamente tiene su asiento privilegiado en el silencio, y así, paradójicamente, puede que el hombre que está más en silencio lleve más “ruido” en su interior. Grün nos dice que para los monjes es este silencio interior el que cuenta, y su alcance permite precisamente el comienzo de la finalidad de la vida religiosa: entregarse en manos de Dios, meta de esta humildad. Por otro lado, cuando ya se van conquistando estos aspectos,... hay que volver a la palabra. Pues, como Grün lo recuerda, silencio y palabra no se oponen; y si hay que buscar el mejor silencio, también -ya que hemos de comunicarnos en algún momento- la palabra a expresar debe ser la mejor palabra. No alude ello, claro está, a complicados ejercicios retóricos, sino a algo mucho más sencillo y que cualquiera puede hacer, aunque pocos lo llegan a hacer, y es, sencillamente, decir lo que se tiene que decir, y como hay que decirlo. En toda esta ejercitación hay un aspecto que ayuda a alcanzar el silencio correcto y el habla correcta, y es el de saber desprenderse de uno mismo, o mejor dicho, desprenderse de la parte de uno que más obstaculiza hacer las cosas bien; esa parte incluye el deseo, la terquedad, la opinión, la pereza, etc. de tal modo que la búsqueda o lucha por la conquista de estos medios para ir mejor en el camino espiritual también supone una conquista moral en el individuo, a través del dominio de sí o ascesis, que en este caso no supone complicados ni rebuscados ejercicios, sino simplemente hablar lo que se debe y saber callar bien.

En este sentido, ya en la segunda parte, el autor nos habla del silencio como desprendimiento. Y ese desprendimiento lo es de todas aquellas cosas a las que nos aferramos más, aún habiéndolo perdido o entregado todo. Y esas cosas aferradas son los pensamientos y sentimientos que nos generan tensión y preocupación, y en cierto sentido, llegan a poseernos (pues, poseer el tiempo de nuestras mentes, ¿no es en cierto modo tenernos, y tenernos atados en lo que es más nuestro: nuestras facultades intelectuales?). Aquí debemos trabajar -siempre en silencio- para liberarnos de nuestras ilusiones. Y ello no significa que las echemos fuera, sino que podamos verlas en todo su valor como ilusiones,... y nada más. Porque no son nada más. En general, me parece que el autor menosprecia bastante las ilusiones (cosa que también es común en el budismo y el hinduismo). Yo creo que se las puede ver como móvil de muchas de nuestras acciones, y en este sentido, como componentes de la acción moral, religiosa, patriótica o social, pueden ser muy eficientes, al menos en niveles de acciones sencillas. Llega a referirse el autor al “silencio de muerte”, el cual, sin embargo, es excepcional -para algunos estados, para algunas ocasiones- y se refiere más a una situación en la cual nuestro yo ha llegado a ser lo suficiente inconmovible como para no recibir herida de las palabras y acciones de los demás... y de mi mismo. De ese modo, como dice el autor, “estoy en el mundo, pero sin ser del mundo” (p. 71). Todas estas definiciones nos van llevando de una perspectiva perfectamente común a la experiencia de cualquiera, a la perspectiva de una apertura a Dios, que es la tratada en la tercera parte del libro. Pues en esta apertura una de las principales acciones para unirse a Dios va a ser, precisamente, comunicarse con Dios. La oración, mental o vocal, será el medio que romperá el silencio para darle mayor sentido al silencio. Se prepara el mejor silencio que nos prepara para el acercamiento a Dios. La concentración en Dios debe complementarse con la lucha y superación de la soberbia, los pensamientos inoportunos, y aún la distracción, para entregarnos a Dios que es meta de todo este esfuerzo, y que trasciende aún este mismo silencio tan duramente alcanzado: “un silencio que se desentiende de sí mismo y de toda búsqueda de la experiencia y se abandona, confiado, en los brazos de Dios”.

Es interesante notar la coincidencia entre el pensamiento del autor y de otros que él cita de la tradición religiosa, con el pensamiento filosófico de Heidegger, en el tema del silencio como peregrinación. El peregrino no puede construir morada permanente, tiene que ir siempre caminando, y “el silencio, en cuanto renuncia al descanso hogareño es también renuncia al cálido abrigo que proporciona la palabra. En el silencio abandona uno la morada de la palabra” (p. 75) Ello se acerca mucho a lo que dice Heidegger sobre la palabra como morada del ser . Pero la referencia de Grün viene de la propia tradición católica, pues alude a San Ambrosio de Milán, quien “dice de la palabra humana que es morada, casa y acomodo: “Domus mentis prolativum verbum est. Mens in sermonibus habitat” (La palabra hablada es la casa del espíritu. El espíritu mora en el habla)” (Ibid, Cfr. AMBROSIO: De Abraham, CSEL, XXXII, 1, 565, 18).

El autor termina su obra recordándonos que el silencio es un modo de acceder a una verdadera paz; y desea a sus lectores que puedan descubrir que el silencio “sana el alma y la abre a Dios, para así unirse a él y liberarse de aquello que, en la vida y en las relaciones humanas, les impide acceder a su presencia”.

Luis Vivanco S.

Universidad del Zulia - Venezuela


Revista de Filosofía
ISSN 0798-1171 versión impresa

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